Aprender a hablar

Si alguna vez se pasean por el retiro encontrarán un monumento erigido a un monje benedictino que nació en Sahagún (León) alrededor de 1508: Pedro Ponce de León. Su gran mérito no fue ningún importante tratado teológico ni tampoco miles de almas cristianizadas allende los mares. Pedro Ponce debe ser recordado porque fue el primero que enseñó a hablar a los sordomudos.

Hasta entonces todo el mundo aceptaba que los sordomudos eran incapaces para el lenguaje racional. Lo había dicho Aristóteles y eso era casi palabra divina. Ponce demostró que no era así. Enseñó a hijos de grandes señores, sordos y mudos de nacimiento, a hablar, leer y escribir no solamente en castellano sino también en latín y griego. Por supuesto, también les enseñó a rezar y ayudar en misa. ¿El método? Hablar por medio del movimiento de los labios y el uso de signos manuales.

Hablar con las manos era algo muy común entre las órdenes religiosas cuyos integrantes habían hecho el voto de silencio, como los Benedictinos Trapenses. Las horas de la comida eran un silencio sonoro. Los monjes hablaban entre ellos moviendo los dedos, las manos y los brazos y se silbaban para llamar la atención a quien querían hablar. En el siglo XIII el lenguaje de los signos era tan sofisticado que se celebraban complicadas discusiones teológicas en silencio.

En 1607 un mercenario llamado Juan Pablo Bonet entraba al servicio de un señor castellano, Juan Fernández Velasco. En el castillo descubrió que al hijo sordo del señor y a su tío, que también era sordo, les estaban enseñando el lenguaje de signos de los monjes. Fascinado, Bonet decidió aprenderlo y en 1620 publicó el primer libro sobre el lenguaje de los sordomudos: Reducción de las letras y arte de enseñar a hablar a los mudos. Era un manual para signos hechos con una mano y su difusión por Europa no se hizo esperar.

Bastantes años más tarde, hacia 1750, un joven sacerdote llamado Charles-Michel de L’Epée era privado de su posición eclesiástica por negarse a firmar una declaración contra los janseístas. Habían sido declarados herejes por el papado pues cuestionaban la autoridad de la Iglesia al defender, entre otras cosas, que la conversión al cristianismo ocurría sólo si Dios quería. Una vez sucedida toda catequesis era inútil pues sus efectos eran instantáneos. Al verse en la calle, L’Epée tuvo que buscar trabajo y lo encontró como profesor de religión de dos jóvenes hermanas sordas.

Para poder comunicarse con ellas diseñó un sistema simple de signos. Entonces cayó en sus manos una copia del libro de Bonet, que usó para desarrollar su propio sistema de signos. Fundo una escuela para sordos en París y su éxito fue total. Hasta el nuncio del Papa presenció cómo un estudiante respondía a 200 preguntas en tres idiomas diferentes.

Si algún día pasean por las plazas de Versalles, en una de ellas verán una estatua del abate L’Epée.

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