Desmontando a Einstein

«Si todo el mundo viviese una vida como la mía no habría necesidad de novelas», le dijo Albert Einstein a su hermana Maja en 1899 cuando todavía no era más que un joven de 20 años que acababa de solicitar la nacionalidad suiza. El problema es que una buena parte de esa vida fue ocultada al público y a los historiadores de la ciencia por sus representantes legales.

Así, cuando su hijo Hans Albert murió de un ataque al corazón en 1973, muchos de los secretos de su padre reposaban en el interior de una caja de zapatos en la cocina de su casa en Berkeley: correspondencia familiar desde finales del siglo XIX. La colección era tan delicada que los albaceas de la herencia del físico, que tenían el control legal sobre la publicación de sus palabras, fueron a juicio para impedir que Hans Albert publicase parte de su contenido a finales de los 1950.

Ni a su propio hijo le estaba permitido revelar detalles íntimos de su padre. No es extraño que los guardianes de la reputación del sabio, su secretaria Helen Dukas y el economista Otto Nathan, recibiesen el apelativo de “los sacerdotes de Einstein”. ¿Qué podía ocultarse en las cartas y escritos del ‘hombre del siglo’ de la revista Time?

La imagen que el público tiene de Einstein es la que transmitió en sus últimos años, el anciano de pelo blanco y ojos tristes e inquisitivos. Resulta difícil imaginárselo como alguien que en un tiempo fue joven. Y menos como un hijo errante, un tanto balarrasa y casanova.

Si hay algo que caracterizó su vida fue, como recuerda su amigo Abraham Pais, una «profunda necesidad emocional de no dejar que nada interfiriera con su pensamiento. Era capaz también de sentir profunda cólera… [pero] no lo hacía menos como hombre de sentimiento que como hombre de pensamiento». Tenía el ‘don’ de poder apartarse del mundo sin esfuerzo emocional; daba un paso y salía de él cuando quería. Quizá por ello, al morir su gran amigo Michele Besso escribió a su viuda: «Pero lo que yo admiraba más en Michele, como hombre, era el hecho de haber sido capaz de vivir tantos años con una mujer, no solamente en paz, sino también constantemente de acuerdo, empresa en la que yo, inevitablemente, he fracasado por dos veces».

Einstein se definía como un hombre solitario, un Einspanner -un coche tirado por un único caballo- y así se debe entender su vida. Bertrand Russell lo describió como alguien a quien los asuntos personales no ocuparon gran cosa en su mente. Para el científico y poeta C. P. Snow le parecía que «un hombre que debe poseer un ego formidable tiene que estar sojuzgado por él totalmente». Esta imagen de genio excéntrico y comprometido con la humanidad pero reluctante al contacto humano le convirtió en, como el propio Einstein bromeaba, un santo judío. Sin embargo, fue un hombre cuyas palabras en público se contradecían con sus hechos en privado, fue un hombre «cuya combinación de visión intelectual y miopía emocional dejó detrás de sí una serie de vidas dañadas».

La primera de ellas fue Marie Winteler, la hermosa hija del matrimonio que acogió al dieciséisañero Einstein en Aarau cuando se preparaba para el ingreso en el Politécnico de Zurich. Marie era dos años mayor que él y ambos se enamoraron profundamente, como los dos adolescentes que eran. Su estancia allí fue uno de los periodos más felices de su vida. Pero al terminar el instituto y marchar al Politécnico en 1896 las cosas cambiaron. Einstein sugirió, sin previo aviso, que debían dejar de escribirse.

Sorprendentemente, y según se desprende de las cartas de Marie, Albert pareció acusarla de querer acabar con su relación al irse de maestra a Olsberg, al noroeste de Aarau y más lejos de Zurich. Pero eso no le impedía enviar la ropa sucia a Marie para que se la lavara. La relación continuó, más por empeño de Marie que de Albert, quien había posado sus ojos en una compañera de clase, Mileva Maric. No está muy claro cuándo el futuro físico dio por terminada su relación con Marie -simplemente, dejó de escribirla-, pero en las vacaciones de primavera de su primer año en Zurich marchó a ver a su familia a Pavia en lugar de esperar a que Marie se reuniese con él tal y como había planeado durante el invierno.

La ruptura sumió a Marie en una profunda depresión de la cual tardó bastantes años en salir. Cuando se casó, Einstein dijo a su amigo Besso que eso ponía fin a uno de los peores puntos negros de su vida.
Mientras, todo el interés del joven Einstein estaba dirigido a la serbia y coja Mileva. Resulta llamativo que el tono de “amor eterno” que utilizara con ella fuera exactamente el mismo que el usado con Marie.

A Einstein siempre le gustó la compañía de las mujeres, aunque nunca estuvieron por encima de su pasión por la ciencia. Marie, consciente de su inferioridad intelectual respecto a Albert, temía ser demasiado poca cosa para él y que le molestase hasta el punto de que perdiera interés por ella. Eso no sucedía con Mileva. Acostumbrado a las conversaciones burguesas y casi frívolas de las mujeres a las que había dedicado sus atenciones, Einstein quedó fascinado por ésta. Y mientras Marie le escribía desde Olsberg Albert iba a conciertos con Mileva.

En 1900, el año del examen de licenciatura, la Sección VI A, de física y matemáticas, del Politécnico de Zurich tenía 5 alumnos: Marcel Grossmann, el vástago de una rica familia que estuvo a su lado en los tiempos de penuria y quien, a través de su padre, le consiguió el trabajo en la Oficina de Patentes; Jakob Ehrat, a menudo compañero de pupitre de Einstein y a cuya madre iba a visitar siempre que se sentía sólo; Louis Kollros, quien sacaría la mayor puntuación en el decisivo examen final; y la serbia de ojos oscuros y bonita voz Mileva, de 21 años.

Su relación fue creciendo lentamente durante los 4 años de estudios en el Politécnico. Einstein la veía como su camarada intelectual y para la fecha del examen la amistad se había convertido en romance. El ya ciudadano suizo quedó el cuarto (4,91 sobre 6) y Mileva no aprobó, algo que la deprimió profundamente. Pero el amor entre ellos iba a enfrentarse a un gran reto: la madre de Einstein. Cuando vio que su relación con Mileva era algo más que sus flirteos con otras mujeres, se enfadó muchísimo. Como buena alemana, Pauline creía que los serbios eran de una clase inferior. Y no sólo eso: «Ella es un libro, igual que tú […] Pero tú deberías tener una mujer. Cuando tengas 30 años, ella será una vieja bruja».

En enero 1902 sucedió un “incidente” que iba a marcar profundamente su relación y del cual nada se supo hasta 1987: Mileva dio a luz a una hija, Lieserl. La actitud de Einstein, que se encontraba trabajando como profesor en Schaffhausen mientras que Mileva permanecía en Zurich, es llamativa. Durante el embarazo sus cartas revelan a un padre expectante y entusiasmado. Sin embargo, tras el nacimiento de Lieserl -en casa de sus padres en Novi Sad- adoptó una actitud distante y fría. No la volvió a mencionar en sus cartas y jamás fue a verla. Como si hubieran adoptado un pacto de silencio, ninguno de los dos volvió a mencionarla en sus cartas. La hija ilegítima de Einstein desaparece de la historia dos semanas después de su nacimiento y de ella jamás ha vuelto a saberse nada. Para muchos estudiosos, fue dada en adopción y nunca supo quién fue su padre.

La relación entre ambos se resintió y Mileva no volvió a ser la misma. A ello habría que añadir que por segunda vez suspendió el examen de licenciatura. A pesar de todo, se casaron el 6 de enero de 1903. Einstein, ya en la Oficina de Patentes, se volcó en su trabajo y la pericia científica de Mileva le convirtió en “su colega”. ¿Pudo esto, a la larga, afectar a su matrimonio? Años después confesaba: «Muy pocas mujeres son creativas. No enviaría a mi hija a estudiar física. Estoy contento de que mi [segunda] mujer no sepa nada de ciencia». Para Einstein, la ciencia hacía a las mujeres agrias. Quizá por ello dijera de Marie Curie «nunca ha escuchado cantar a los pájaros»; Einstein vio en la ceguera emocional de la francesa la suya propia, y no le gustó.

Con el paso de los años el matrimonio fue enrareciéndose. En mayo de 1912 la discordia ya era obvia. Para entonces Einstein había retomado su relación con su prima Elsa, la que sería su segunda mujer -el primer mensaje que Einstein le mandó el 30 de abril era una nerviosa declaración de amor-. Su papel en la desintegración del matrimonio no está claro debido al natural secretismo con que Einstein envolvió su vida. Lo cierto es que la evolución del matrimonio Einstein-Mileva desde ese año hasta su divorcio en 1919, justo el año en que el físico se convirtió en una figura reverenciada a nivel mundial, fue el clásico: distanciamiento, peleas, falta de relación… incluso llegó a más: hubo violencia doméstica.

Sus dos hijos, Hans Albert y Eduard, sufrieron la separación y fueron usados como arma arrojadiza. La relación que tuvo con ellos fue irregular: sí ejerció de padre, pero la ciencia, como en cualquier otra faceta de su vida, siempre estuvo por encima. Un momento crítico sucedió cuando Eduard sufrió un colapso mental. Mileva y Hans Albert le pidieron que volviera a Suiza donde vivían para ayudarle. Einstein les contestó que prefería quedarse en Berlín, donde en ese momento era profesor. Primero, porque creía que podía hacer un buen trabajo científico allí; segundo, porque estaba convencido de que Mileva había envenenado a sus hijos contra él. Eduard, esquizofrénico, terminó sus días en una institución mental de Suiza.

Einstein se divorciaba el 14 de febrero de 1919 y se casaba con Elsa el 2 de junio. Su segunda mujer fue la pareja que Einstein necesitaba: cuidaba de él tan amorosamente como podría hacerlo una madre. Einstein, convertido ya en una figura legendaria por los medios de comunicación, se dedicaba a su gran amor: la ciencia. Claro que no descuidó su relación con las mujeres. Muchos estudiosos piensan que fueron, casi sin excepción, unas relaciones puramente platónicas pero lo suficientemente intensas para que sus dos mujeres tuvieran celos. Hasta el punto de que Elsa, enfrentada al secreto a voces de la relación entre su marido y Margarete Lebach, una joven rubia austriaca, recibiera el consejo de sus hijas de separarse.

Poco a poco Einstein fue expresando cínicos comentarios acerca del matrimonio: tuvo que ser inventado por un cerdo sin imaginación, esclavitud en un envoltorio cultural… Algunos le han acusado de misoginia, pero su actitud hacia las mujeres fue la misma que hacia los hombres: a todos trató con distante cortesía y amabilidad. Einstein fue un hombre preocupado por la humanidad pero indiferente hacia los seres humanos concretos, a quienes valoraba únicamente por su capacidad intelectual -eso hizo que Elsa se sintiera siempre inferior-.

Desde que se convirtiera en leyenda, sobretodo cuando se trasladó al Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, ese aspecto legendario nunca le abandonó. Ni siquiera ante sus colegas. El gran físico Wolfgang Pauli, un hombre que no se caracterizaba precisamente por ser respetuoso, trató a Einstein de manera diferente al resto. Einstein fue reverenciado como a un dios, aunque él mismo era la esencia de la modestia y la amabilidad. «Yo hablo de la misma manera con todo el mundo, ya sea basurero o rector de universidad». Claro que también tenía su ego. Una vez, Einstein envió un artículo a la revista Physical Review. El editor tuvo la osadía de hacer lo que siempre se hace en las publicaciones científicas: enviarlo a otros científicos para que lo revisaran y esperar su juicio sobre si era o no válida su publicación. Esto no le gustó nada: nunca más volvió a enviar sus trabajos a esa revista.

(Publicado en Muy Interesante)

Bibliografía

Brian. D, Einstein, a life, John Wiley & Sons, 1996

Clark, R. W., Einstein. The Life and Times, Harper Collins, 1984

Highfield, R. & Carter, P., The private lives of Albert Einstein, St Martin’s Press, 1993

Hoffmann, B., Einstein, Salvat, 1984

Kuznetsov, B., Einstein. Vida, Muerte, Inmortalidad, Progreso, 1990

Miller, A. I., Einstein, Picasso, Basic Books, 2001

Overbye, D., Einstein in love, Penguin Books, 2001

Pais, A., ‘El Señor es sutil…’: La ciencia y la vida de Albert Einstein, Ariel, 1984

Turrión, J., Einstein. II El tiempo propio, UnaLuna, 2002

Witrow, G. J. (ed.), Einstein, the man and his achievement, Dover, 1973

5 Comentarios Agrega el tuyo

  1. VT dice:

    Sensacional artículo de «Ciencia Rosa». Dedicar la vida a la ciencia es una apuesta fuerte, pero no a costa de obtener la felicidad haciendo infelices a otros.Muchas veces la realidad supera a la ficción. La ciencia hace creer al hombre que el mundo es suyo y de sus pensamientos. Hay que poner los pies en la Tierra de cuando en cuando.Se es grande por las obras que se realizan en vida… pero no sólo en la vida laboral.
    Recuerdos.

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  2. Gww dice:

    La lectura de esta entrada ha sido realmente interesante y fructífera. Gracias por compartirla.

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  3. Enrique dice:

    Desmontando a Darwin

    DARWIN, LAS IDEAS DOMINANTES Y LOS QUE DOMINAN

    Sexta entrega: LOS CUENTOS DARWINISTAS Y EL PRINCIPIO DE AUTORIDAD

    Máximo Sandín

    Los grandes hombres fingen ser sabios
    y hablan demasiado alto, como los sordos.
    Bertolt Brecht

    El tema de esta “entrega” estaba previsto para más adelante, con el fin de narrar la historia que nos ocupa según un orden más o menos cronológico. Pero no tengo paciencia para esperar a transmitir al lector una información tan esclarecedora sobre la verdadera condición de Darwin como la que sigue.
    Entre el incontenible derrame de quimeras con respecto al personaje que nos ocupa, destacan con luz propia algunos de los adornos complementarios con que se nos ha presentado su figura. La de “un gran científico” en el que destacaban “su decencia y ansia de justicia” así como su “rigor intelectual”. Sin duda, estas afirmaciones emitidas por las más altas autoridades en la materia resultarán muy convincentes para el desprevenido lector. Pero posiblemente se sorprendería si tuviera información sobre las fuentes originales de estas verdades. Por la machacona repetición literal de frases hechas en “las historias sobre la Historia” de los darvinistas se podría aventurar que podrían estar copiadas literalmente de las narraciones “oficiales” que figuran en los textos canónicos sobre “la” teoría de la evolución. De hecho, he podido comprobar directamente que artículos y conferencias sobre “la revolución darvinista” de los más prestigiosos especialistas en el tema son una especie de traducción del inglés de la introducción convencional de un libro de evolución. Pero la habitual condición del autor de “Archiprócer del esplendor” o similares le dota de una autoridad indiscutible. Sin embargo, los que no tenemos la ventaja de que la autoridad nos conceda un crédito incuestionable, no tenemos más remedio que apoyar nuestros argumentos de alguna forma. Y en este caso, consiste en una estrategia tan inconcebible como revolucionaria: ¡Leer los libros de Darwin! Porque los encendidos elogios sobre su obra sólo pueden explicarse por el absurdo de que hablen de ella sin haberla leído. Hay otra alternativa. Pero es peor.
    La historia oficial que se narra para resaltar el “ansia de justicia” de Darwin es la, mil veces repetida anécdota, de su pesar al contemplar el maltrato a un esclavo en Brasil durante su viaje del Beagle. Sin embargo, parece una base un tanto limitada para elaborar, a partir de ella, toda una saga. Acerquémonos, pues, a los pensamientos de Darwin mediante un método que parece más fiable: leer los que él mismo plasma en su segunda gran obra, “The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex” traducida como “El origen del hombre”. No creo necesario analizar o glosar los textos que siguen porque supongo al lector capacitado para valorarlos por sí mismo.
    “La presencia de un cuerpo de hombres bien instruidos que no necesitan trabajar materialmente para ganar el pan de cada día, es de un grado de importancia que no puede fácilmente apreciarse, por llevar ellos sobre sí todo el trabajo intelectual superior del que depende principalmente todo progreso positivo, sin hacer mención de otras no menos ventajas. Entre éstas, hay algunas no despreciables: Los ricos por derecho de primogenitura pueden, de generación en generación, elegir las mujeres más hermosas, las más encantadoras, dotadas por lo general de bienes materiales y de espíritu superior”. Pero, este “espíritu superior” hay que considerarlo en proporción al nivel de las mujeres, ya que, “Está generalmente admitido que en la mujer las facultades de intuición, de rápida percepción y quizá también las de imitación, son mucho más vivas que en el hombre; mas algunas de estas facultades, al menos, son propias y características de las razas inferiores, y por tanto corresponden a un estado de cultura pasado y más bajo. / … / Por consiguiente podemos inferir de la ley de la desviación de los tipos medios – tan bien expuesta por Galton en su obra sobre “El Genio hereditario” – que si los hombres están en decidida superioridad sobre las mujeres en muchos aspectos, el término medio de las facultades mentales del hombre estará por encima del de la mujer”.
    En cuanto a los trabajadores y los pobres, que él denominaba “las clases entragadas a la destemplanza, al libertinaje y al crimen” su concepción “científica” era la siguiente: “Con respecto a las cualidades morales, aun los pueblos más civilizados progresan siempre eliminando algunas de las disposiciones malévolas de sus individuos. Veamos, si no, cómo la transmisión libre de las perversas cualidades de los malhechores se impide o ejecutándolos o reduciéndolos a la cárcel por mucho tiempo. Porque, como señala a continuación: En la cría de animales domésticos es elemento muy importante de buenos resultados la eliminación de aquellos individuos que, aunque sea en corto número, presenten cualidades inferiores. /…/ Mas en estos casos parecen ser igualmente hereditarios la aptitud mental y la conformación corporal. Se asegura que las manos de los menestrales ingleses son ya al nacer mayores que las de la gente elevada”. Aquí me voy a permitir interrumpir estas apasionantes “aportaciones científicas” para señalar que Darwin acrecentó sus considerables rentas de origen paterno y las de su prima y esposa, con la que se casó tras un meticuloso cálculo de las rentas que le correspondía, con la actividad de prestamista para los pobres. Una actividad que, según los historiadores que han cometido el pequeño desliz de documentarla, eran “muy comunes” entre los victorianos acomodados, lo que quiere decir que no era “general”, porque posiblemente, entre ellos habría personas “decentes” que tuvieran escrúpulos sobre la práctica de semejante vileza, y más, teniendo en cuenta la situación de los pobres de la época.
    Para finalizar (por el momento), pasemos a su otra gran aportación, a la de “situar al Hombre en su lugar en la naturaleza”: “Llegará un día, por cierto, no muy distante, que de aquí allá se cuenten por miles los años en que las razas humanas civilizadas habrán exterminado y reemplazado a todas las salvajes por el mundo esparcidas / … / y entonces la laguna será aún más considerable, porque no existirán eslabones intermedios entre la raza humana que prepondera en civilización, a saber: la raza caucásica y una especie de mono inferior, por ejemplo, el papión; en tanto que en la actualidad la laguna sólo existe entre el negro y el gorila”.
    Sería necesario un largo tratado para glosar “el rigor intelectual” de este libro (y merecerá la pena volver sobre él), lo que resulta divertido es cuando se mencionan aportaciones como éstas a alguno de los devotos: la respuesta suele ser “que era la forma de pensar de la época”, lo que es otra falacia, porque en esa época había personas que pensaban de una forma muy diferente. Pero teniendo en cuenta la condición de “hombre providencial que trajo La Verdad” a que se ha elevado a Darwin, no perece muy fructífero enfrascarse en un debate con sus creyentes. Lo que me permitiría recomendar al lector (y, con el debido respeto, a las autoridades que nos aleccionan) es que se tomaran la molestia de leer sus libros.

    FUENTE: Darwin, Ch.R. (1871): “The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex”. Versión española: “El Origen del Hombre”. Ediciones Petronio. Barcelona. 1973.

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